Artículo: Testigos de Sí Mismos
Autor: Carlos de la Rosa Vidal
Serie: Escolios a una Vida Poética
ENLACE DE DESCARGA:
Testigos de Sí Mismos
Por Carlos de la Rosa Vidal
Los ojos tienen tentáculos para atrapar a los momentos. Para vigilar a
las cosas. En una mirada hasta los relojes duermen. Ya no cuentan los minutos
en un instante de contemplación. Creo que existo para mis ojos, para detenerme
en la experiencia de una pelota de trapo, cuando rueda, mientras desprende más
polvo del que se le impregna. Existo cuando mis ojos me atrapan en el vuelo
corrido de algunas hojas estrellándose contra la hierba muerta, en lugar de
arrullarse contra la fresca.
No son los mismos ojos: los de ayer, cuando vi cubrirse de arena a
mis abuelos; los de hoy, cuando he visto polvo, alrededor de los pies de mis
hijos, porque corren a la vida. He querido detenerlos para gritarles que a la
vida no se corre, ni se arroja. Pero luego he recordado que jugaban sin más
placer que girar como el universo.
No sé si con mis ojos, pero he visto las escenas de mis sueños, a los
ojos fugándose de las pesadillas. No sé si en los sueños se puedan cerrar los
ojos, pero me ha sido posible lanzar un grito, deseo creer que cerrándolos,
para despertarme.
De mañana, me ha sido posible entender que estoy vivo porque mis ojos
me lo han revelado. Y he visto girar a las luces para adueñarse de los
rincones. Para que mis ojos crean en el día. Descubrí a las luces huyendo para
convencerme de un algo llamado noche.
Algunas artes son imposibles sin el don de nuestros ojos. Las artes
nos liberan hacia una prisión, cuyos barrotes nos separan del tiempo de quienes
caminan como al patíbulo. Algunas artes seducen a nuestros ojos al galope de
carbones y acuarelas. El arte seduce, la ceguera de la conciencia, desespera.
El arte nos acerca a los otros, precisamente al rescatarnos del tiempo ciego de
quienes te pisotean el pie del espíritu. Y con nuestro tiempo lúcido, somos más
hermanos de quienes aún nos llaman enemigos. Vivir en el tiempo ciego es beber
agua sucia en un vaso limpio. Es cubrirse con una hoja de parra el trasero y la
vergüenza en la soledad de una luna cerrada y de un sueño.
Un poeta ha de narrar que los hombres no huyen de sus malaventuras,
tan sólo se ocultan tras sus espaldas. Los ojos desaparecen pero residen en las
fronteras. Los hombres no escapan, tan sólo cierran los ojos. Si alguno ha
marchado hacia el vals de un adiós, es porque aún no comprende el valor de cerrar
los ojos como abrirlos, para darse a sí mismo la noticia de estar vivo. Rendir
los párpados, no importa en donde, si a velocidad o hacia atrás, hacia las
profundidades de lo alto. Pero rendirlos, como se inclina y venera con un aplauso,
ante el día nuevo, un niño que sonríe porque amanece. Los hombres rendirán los
ojos, pero no será ni abandono, ni retraso, serán testigos de sí mismos.
Hay quienes se han mirado por primera vez al cerrar los ojos. Y han
visto cómo una caricia ha encendido una hoguera; cómo un abrazo ha mezclado a
las cenizas; cómo los dioses de un templo han fabricado una pluma; cómo del
humo unos sacerdotes han compuesto un cuaderno; y finalmente cómo un latido ha
escrito una historia.
En algunas noches antiguas, dormíamos con los ojos entreabiertos,
quizá para ocultarnos de algunos sueños, mientras respirábamos rosas, o nos
pinchábamos con las espinas.
Los ancianos han ordenado, que nuestros ojos permanezcan
entreabiertos, al ausentarnos por unos momentos de la vida apresurada.
Han quienes se han rendido a poetas ante los rojos del arrebol. Y han
detenido la respiración ante el acto de un perro contemplando el ocaso. Él,
absorto en el juego del cielo, ha descansado la cola en la arena, y se ha hecho
naturaleza, quizá como pocas veces lo hacen sus pares humanos, para contemplar
su pedazo de galaxia. Aquel perro, no se dio cuenta que ese día fue poeta, que
la poesía no llegaba a sus ojos, quizá contemplaban cerrados. La poesía partía
de él, de su historia interior.
Un padre quisiera prestar su ojos, en su lugar, presta sus libros. Un
niño escuchará rugir desde las hojas de un libro, a las olas de un mar gigante.
De los dibujos, saltarán los sollos y los dragones, las brujas y las princesas
ranas, los dos ivanes y los siete simones. De unos ojos a otros se trasladará
un libro, heredado para que un niño de hoy, conozca los cuentos que leyó un
niño de ayer.
No hay mejor temporada para las confesiones que el otoño. Para
confesar por ejemplo, que de un libro de cuentos, se gestó el nombre de André,
mi hijo del pensamiento. Que cuando jugaba a la guerra, en mis días de niño, en
la arena de nuestro patio familiar, uno de los jefes de la batalla tenía por nombre
Joaquín, mi hijo de la sonrisa.
Confesaré que mis ojos han contado los granos de arena de un castillo
para poetas, acaso para cobijar el futuro de los míos. Pero los mismos ojos, de
un soplo, como el lobo, han derruido aquella cárcel, y han devuelto a los
granos de arena a la playa de un pueblo que siete generaciones han contemplado.
A la misma arena a la que nuestra familia se han rendido, con cada padre e
hijo, siglo tras siglo.
El tiempo es nada o es todo, cuando eres testigo de ti mismo. En fin,
es poesía. Cuando atestiguas que existes, das cuenta a tu memoria del pecado de
juzgar a la naturaleza como a juguete.
En el lecho de los juguetes de goma, aún se conservan impregnadas las
grasas delgadas de los dedos de unos niños antiguos, que se juntarán con las
huellas de otros nacimientos más traviesos.
Los últimos ojos cerrados serán los de la muerte. La poesía te hará
testigo de tus días, regresará a la nada, para diluirse. Después de ti, nadie
más podrá ser testigo de ti mismo.
En un cuaderno de notas, recordaré a un niño frente a un templo, al
lado de un río, con unas rocas por paredes. En el mismo cuaderno, viajaré con
los niños nuevos, con sus ojos por testigos para honrar a los ancianos.
Los niños de los juegos tempranos, en el cuaderno de sus memorias,
colgarán rosas blancas ante el descanso de sus abuelos.
24 de mayo de 2017
Carlos de la Rosa Vidal